sábado, julio 14, 2012

Hijos de Nemed

(Escribí este texto para mi clase de Composición Literaria en la USACH. Estos días andaré posteando todo lo que he escrito para esta asignatura)



Hijos de Nemed, o An Páistin Fíonn (Los niños rubios)
(Cuento, inspirado en esta canción, versionada por Lúnasa)


Podía decirse que la vida nunca le había favorecido demasiado. Naoise se buscaba la vida como podía. A veces conseguía sacar un par de canciones de su lira antes de que lo sacaran a patadas de la aldea. Otras veces, cuando el hambre acuciaba, ayudaba a las gentes a cuidar del ganado, o sujetaba a los potros mientras lo herraban.

Llevaba una daga al cinto. Le gustaba pensar que había sido de su padre, y que su padre había sido un gran señor, un gran jefe de clan. Cuál, no lo sabía. Nunca lo había sabido. Jamás se lo habían dicho. Lo único que tenía de su familia era aquella marca de nacimiento que le nacía de la oreja, hasta la nariz. Parecía una antigua cicatriz, tan antigua que había salido del vientre de su madre con ella, pero a las gentes no le gustaba ver esa marca. Decían que auguraba sangre. La tapaba con glasto. Con su pelo rojo y aquella línea azul en la cara no podía sino evocar tiempos antiguos, donde la Antigua Religión era la madre de todos y los dioses estaban en las bendiciones de las buenas gentes de aquella tierra.

Todavían quedaban personas como Naoise, sin embargo. Obstinados, con la vista puesta atrás. Naoise quería ser como el gran Taliesin. Quería pasar a la historia como poeta, como bardo. En su niñez le habían llegado los relatos de Taliesin, aquel niño al que encontraron en un saco, el niño del bello rostro, Taliesin de los Cynfeirdd, de la tierra al otro lado del mar, en Cymru, que ahora era poblada por bárbaros sajones.

En casa, sin embargo, eran otros bárbaros los que les estaban arrebatando el hogar. Venían en barcos que habían entrado en primer lugar por el sureste, y que los estaban empujando hacia el oeste. Rendirse, o luchar. Y a cada día que pasaba, los empujaban más y más, y Naoise comenzaba a resignarse. Su lira sonaría los días de lluvia, los días en que la niebla fuera tan espesa que no podría acertarle.

Los días de paz se acabaron pronto. Rodeando el río, de camino al norte, se encontró una pila de muertos. Ni se habían molestado en robarles las armas. Naoise se detuvo para prepararlos para Ankou, ya que no vio señales de que pertenecieran a la nueva religión. Alzó una plegaria a los dioses y les cerró los ojos. En el grupo sólo había dos hombres, que no habían tenido tiempo de desenvainar sus espadas, tres mujeres, y dos niños de cabellos claros. En sus rostros, en todos, la marca de nacimiento. Hermanos. Muertos, antes de prestar su sangre en la batalla, con los ojos mirando horrorizados a ningún sitio.

Su nombre y su aspecto podía confundirse con el de un hombre, y Naoise no tenía raíces, ni padres, ni techo, ni forma alguna de defenderse sino ocultarse tras aquella máscara. Alzó su voz al viento clamando a los dioses de nuevo, y llamó a Agrona, quien era la única que podía darle fuerza. Sólo ella. Sería una Buadaca sin reino. Si había de morir en batalla lo haría.

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