martes, julio 28, 2009

SPN AU: La Estratagema de la Araña 1/12

Es un fic sobre Supernatural (un Universo Alterno) que he comenzado a escribir. Por si a alguien en estos lares le interesa.

Título: La estratagema de la araña
Autor:

Rating: Todos los públicos (de momento xD)
Personajes: Dean/Castiel
Spoilers: 4ª temporada
Sinopsis: Universo Alterno. La vida era muy sencilla. Hasta que apareció un tipo con gabardina y comenzó a desaparecer gente.
Agradecimientos: A las que me apoyan a seguir con esto y les doy la vara a diario. A los que lo van a leer. A
, que me betea.
Disclaimer: Nada es mío y no cobro un duro.



I


Si alguna vez le preguntaban, lo que más le gustaba a Dean de su trabajo eran las primeras horas de la mañana, cuando abría la tienda en la que trabajaba y llegaban los primeros clientes, las siempre madrugadoras abuelas, el sheriff y las madres pluriempleadas que compraban algo para el almuerzo o la merienda de sus hijos. Eventualmente entraba a esas horas algún estudiante que hacía acopio de provisiones para escapar de las clases del día -Dean los reconocía enseguida, él había sido uno de ellos-. Los más avispados intentaban comprar tabaco, sin mucho resultado.


Disfrutaba de esa calma con la que comenzaban los días para irse disipando conforme pasaban las horas, y al final de la jornada todo iba volviendo a ese cauce de tranquilidad, lista para comenzar de nuevo al despuntar el alba.


No podía decir, sin embargo, que era el mejor trabajo del mundo, ni que fuera el que más le gustaba, pero tenía una paga, horario fijo, días libres y propinas jugosas. Trabajaba de lunes a jueves por norma general, pero si había horas extras eso también significaba más dinero en el bolsillo a final de mes.


Podría haber sido mecánico, como su padre, pero cuando tuvo edad para trabajar se enteró de que Missouri, a quien conocía desde pequeño, se encontraba enferma, así que se ofreció a ayudarla hasta que se pusiese bien. Sin embargo, la mujer empeoró. Fue cuando Missouri le propuso alargar el contrato y Dean no pudo negarse. No había querido seguir estudiando, al contrario que su hermano, y John no puso pegas al trabajo, fuera de lo que fuera. Sam, sin embargo, sí había decidido estudiar una carrera y se encontraba haciendo Derecho en Stanford.


Estaba reponiendo latas en una de las estanterías cuando la campanilla de la puerta sonó. Era Ray Smith, el de la grúa.


- Tabaco -fue la petición. Seca y corta.

- No pareces de muy buen humor -comentó Dean. Conocía la marca de todos los que pasaban por allí. Total, en un pueblo de apenas dos mil habitantes acababan conociéndose todos.

- Un gilipollas, que le he recogido en mitad de la carretera y me salta después que no tiene dinero para pagarme.


Al interlocutor le faltó tiempo para abrir la cajetilla y encenderse un pitillo. Soltó una bocanada de humo antes de seguir gruñendo.


- Pues que se vaya a la mierda. El coche se queda en el desguace. Que le jodan. Dame el periódico de hoy también -pidió.


Dean resopló divertido, con un deje de sonrisa en la cara y las cejas alzadas mientras que alcanzaba el periódico local y lo ponía sobre el mostrador. Lo sentía por el desconocido. Menudo era Ray.


- Parecía un puto mormón, el capullo ese. Hazme caso, Winchester. Ésos son todos una secta de gilipollas.


Si había algo que hacía callar a Ray Smith, eso era llevarle la corriente, así que un par de comentarios y seis o siete palabrotas después se le acabó la rabieta.


De repente se fijó en la portada y desdobló el papel para mirar el titular y la foto que le acompañaba.


- Eh, Ray. ¿Susie Voigt ha desaparecido?

- Anteayer llamó la señora O'Donnell a su casa. Tenía turno en la lavandería, pero no cogió el teléfono. Y como el lunes era su día libre, la verdad es que nadie sabe bien cuándo desapareció. Podría estar ilocalizable desde el viernes. Seguro que está en algún sótano follándose todo lo que se ha encontrado.


Dean escuchó con atención, pero no dijo nada. Conocía bien a Susie. Demasiado bien, podría decir. Había tenido más de un encuentro con ella, nada desagradable ninguno de ellos. Era una mujer de veintiséis que había llegado a vivir allí hacía unos años y que, podía decirse, era muy liberal. Bastante más de lo que podría gustar en un pueblo pequeño como aquél. Ray la odiaba, aunque también era verdad que Ray odiaba a casi todo el mundo. Y era sabido por el pueblo entero que le había tirado los tejos durante meses a Susie y ella había pasado de él como de la mierda.


- ¿Sabes lo que te digo? Que espero que esa puta esté bien jodida -dijo, el muy rencoroso, y se marchó de la tienda, y Winchester pudo dedicarse por fin a reponer el frigorífico de lácteos después de leer el artículo. Seguro que aparecería en Las Vegas o algún sitio similar.


*


A mediodía hizo una parada para comer -pilló un par de hamburguesas y se fue a casa-. La vuelta al trabajo fue tranquila, como siempre, mientras conducía por las calles. Dean pensó en ese momento en lo distinto que era Phillipsburg en verano, cuando se llenaba de gente por lo del Rodeo. Suerte que aún estaban en noviembre.


Al llegar, Jo le esperaba en la puerta de la tienda, apoyada contra la pared con los brazos cruzados. Era una chica menuda, a mitad de la veintena, y a pesar de ser rubia no era tonta en absoluto. Sus contestaciones solían ser directas -a la mandíbula, la mayor parte de las veces-. Se toqueteaba una pequeña cruz de plata que llevaba al cuello y que no recordaba haberle visto nunca. No era una chica de llevar alhajas. Dean bajó del Impala mirándola extrañado por su presencia.


- ¿Missouri te ha pedido que vengas hoy? No recuerdo que fuese a venir ningún encargo ni nada. Puedo descargar yo solo, de todas formas -le ofreció. La chica sólo venía los viernes y los sábados. Estaban a jueves.

- Ya veo que te alegras de verme -recriminó ella, con la ceja alzada, recolocándose la mochila en la espalda-. Vengo a comprar papel higiénico, listillo. Se ha acabado en el Roadhouse y mi madre se ha puesto hecha una fiera. ¡Como si yo llevase el negocio! -gruñó.

- ¿Y has venido hasta aquí a por él?

- En la competencia no pago la mitad por ser empleada -respondió con desparpajo, y Dean rió entre dientes.


Jo aprovechaba cualquier oportunidad para escaparse de los dominios de su madre; no se soportaban durante mucho rato. Ellen y ella eran demasiado diferentes... o quizá demasiado parecidas. Jugueteaba con el colgante, como si estuviera nerviosa. O aburrida. O coqueteando con él, cosa altamente improbable.


Con un movimiento resuelto y un suspiro, Jo se encaminó a por el recado mientras Dean encendía la luz de las vitrinas y el ordenador que tenían allí. Hacía tiempo que lo había traído. Era lo mejor para matar el tiempo cuando no había nada que hacer, podía poner la música desde allí y podían llevar las cuentas de la tienda cómodamente.


Lo primero que hizo fue consultar su correo. Ningún e-mail de Sam. Llevaba dos semanas sin saber nada de él. Y no es que en noviembre tuvieran muchos exámenes en la universidad, por mucho Derecho que estudiase. Hacía más de seis meses que no veía a su hermano, que durante el verano se había quedado en Palo Alto trabajando. Haciendo prácticas, más bien. De esas que pringas por los demás, tienes que ser un perro faldero, un puto mayordomo, comprarle donuts a todo quisqui y llevarles el café y no cobrar ni un centavo. Dean les habría enseñado un dedo y que currase gratis su maldita madre, muchas gracias. Pero Sam no. No entendía cómo soportaba todo eso.


- ¿Jo? -llamó a la chica. Estaba tardando mucho con el papel higiénico-. Harvelle, ¿a dónde has ido?


Se asomó al pasillo de productos de higiene, pero no estaba allí.


- ¿Te estás desnudando para mí? Sería un gran detalle... -bromeó.


Apareció a su espalda y le dio una colleja que resonó por todo el local. Dean dio un pequeño respingo y se sobó la nuca, mirando a la chica con ojos desorbitados. Joder, que era una broma.


- Fui al almacén -dijo ella antes de que él abriese la boca, mirándole con advertencia-. Así no tienes que ir a por más para colocarlos.

- Qué amable por tu parte -respondió con sorna. Jo le hizo burlas-. Espero que hayas robado algo que merezca la pena -chinchó.

- Sólo medio millón de dólares. Te invitaré a una chocolatina, descuida -contestó la joven como si le hablase a un perrito.

- Siempre puedes pagármelo en carnes -bromeó socarrón.

- Tú quieres comerte los dientes, ¿no? -la rubia le miró con el ceño fruncido y un brazo en la cintura. Se acordaba, y le dolía aún, de cómo le cruzó la cara del tortazo que le arreó un día que le dio un pellizco en el culo. Ni que le hubiera metido mano.


Dejó los paquetes de rollos sobre el mostrador -también había sacado como media caja de bolsas de sal de a kilo cada una; el Roadhouse debía estar lleno de hipertensos- y fue al pequeño cuarto de baño que tenían, en un cuartito anexo a la tienda donde había un sofá viejo y una mesa que parecía haber pertenecido a un despacho hacía muchos años. Dean no sabía por qué había un cuarto así en el establecimiento, pero nunca se había quejado a Missouri. Algunas noches le había tocado estar allí para esperar a los camiones que venían a reponer. Sobre todos los de congelados. Esos cabrones siempre venían de madrugada para joder. Tenían un trabajo de mierda y lo pagaban con los demás, Dean estaba seguro de ello. Y cuando terminaba el sofá le daba una cálida bienvenida y se hundía en sus cojines viejos hasta la hora de abrir la tienda.


Cuando Jo salió, Dean ya había preparado el ticket para cargarlo en la cuenta del Roadhouse. Ellen siempre iba allí a final de mes a pagar. La chica tenía las manos en la espalda y cuando él se le quedó mirando, ella le salpicó, con los dedos aún chorreando de haberse lavado. Se los secó en los pantalones y cogió una piruleta del tarro antes de firmar en el ticket con el boli que Dean tenía en la mano.


- Mira que eres cría.

Jo se sacó ruidosamente la piruleta de la boca.

- Mañana viene el de lácteos. Trata de no entrar en pánico, ¿vale, muchachote? Yo llegaré a las diez. Descargamos y te piras. Todo el finde para ti, ¿eh?

- Uh, sí, creo que me voy a mear encima de la emoción.

- Espera, que voy a guardar esto en el maletero. ¿Quieres un café? No tengo ganas de ir al bar -dijo ella de pronto.


Dean no se lo pensó mucho. Por las tardes no solía haber mucha actividad.

- Vale. Pero quiero tarta.


*


No había sido un día especialmente fuerte. No solían serlo entre semana, a excepciones de celebraciones eventuales, o festivos, o primeros de mes. No había tenido mucho que hacer aparte de mirar las musarañas y agradeció enormemente la presencia de la chica para matar el rato. Habría sido una tarde muy aburrida sin ella.


Cuando dieron las siete comenzó a recoger, hizo caja y se fue a apagar las vitrinas. Los jueves emitían un programa raro. Parecía un informativo, pero tenía aquel regustillo a documental falso estilo Brujas de Blair. Dean dudaba enormemente que fueran periodistas de verdad. Tenían que ser actores, puesto que ningún canal se atrevería a emitir tal cosa en la parrilla televisiva de no ser así. Los Ghostfacers parecían unos híbridos enfermos entre los Cazafantasmas, Van Helsing y Expediente X. Se había enganchado por culpa de un foro en el que participaba, y esperaba terminar con tiempo para buscarse la cena sin prisa y ver lo que hacían aquella panda de tarados desde la sala de estar de su casa.


Volvía del almacén cuando la campanilla de la puerta sonó inesperadamente. Lo cierto es que Dean no esperaba clientes ya, con las luces a medio apagar, así que suspiró y se asomó por el pasillo.


Un hombre con gabardina y corbata esperaba frente el mostrador. Moreno, pelo corto y nariz recta. No era de allí, no tenía ni idea de quién era.


- Perdone -dijo-. Veo que está cerrando, pero esperaba poder comprar agua antes.

- Claro -Dean pulsó el interruptor del frigorífico-. Sírvase.

- ¿Cuánto cuestan? -preguntó, sin moverse un ápice. La pregunta chocó a Dean, que parpadeó un poco antes de responder.

- Eh... pues las pequeñas cincuenta. Las de litro, dólar veinticinco y las de dos, dólar setenta y cinco -no esperaba que preguntase por las garrafas de ocho, sinceramente.

- De acuerdo.


El desconocido tomó una de dos litros y volvió al mostrador, poniendo dos billetes de dólar frente él. Dean tomó el dinero y le dio el cambio. Pero el tipo no se movió de su sitio. Seguía mirándole, casi sin pestañear.


- Ahí tiene su cambio -tanteó Dean, carraspeando. El tipo pareció salir de su estupor.

- Oh, discúlpeme -sin embargo ni siquiera hizo el amago de marcharse-. Perdone... pero esperaba que me pudiese ayudar en algo más.

- Por supuesto. Usted dirá.

- La iglesia. ¿Dónde está?


Dean levantó las cejas antes de dar la respuesta. Le dio las señas correspondientes y el tipo asintió y se marchó dando las buenas noches. Resopló divertido cuando la puerta se cerró.


*


Una vez terminaron los Ghostfacers, Dean entró al foro. No contaban nada nuevo excepto un par de comentarios sobre el programa del día. La verdad, desde el último libro -de cuya saga se dedicaba el foro-, la gente no tenía mucho sobre lo que debatir, a excepción de historias que escribían los fans sobre los personajes. Leía alguna de vez en cuando, pero evitaba los que ponían a los dos protagonistas -hermanos- juntos. Había gente muy chalada por ahí.


Miró el correo una vez más. Nada de Sammy. Consultó su reloj y decidió llamarle aunque pasaban de las once. Su hermano nunca había cortado el contacto por más de una semana, y llevaban dos. Así que, que se jodiera si es que estaba durmiendo.


A la décima llamada, Sam descolgó el teléfono. Parecía estar corriendo. Dean escuchaba su respiración rápida y entrecortada.

- ¡Dean! ¿Todo bien? -preguntó de sopetón, medio a gritos.

- ¿Qué? ¡Sí! ¿No te habré pillado...?

- ¡... no! No. Mira, Dean, te llamo ahora, ¿vale? Me pillas oc-


Se oyó un fuerte golpe.


- ¿¡Sam!?

- ... Oye, mira, que ahora te llamo.


Y colgó. Sin más explicaciones. Dejando a su hermano con un palmo de narices, además.


Dean se metió el móvil en el bolsillo y decidió ir a por otra cerveza, aprovechando para tirar la caja de pizza vacía al cubo de la basura. No es que fuera meticuloso en la limpieza, pero solía tenerlo todo más o menos ordenado. Aquella había sido la casa donde había crecido, donde su padre los había llevado cuando Mary murió. Y John había tenido la casa siempre como una patena, influencia de sus años en los marines. Mobiliario simple, preciso y necesario. Recordaba la cara de su padre, cuando él era pequeño y dejaba sus juguetes desparramados. "Recógelo, Dean". Sam y él habían crecido así y no podían decir que hubiera sido malo.


De repente escuchó un crujido en el porche. Esperaba que no fuera el gato de la vecina, que se restregaba contra el marco de la entrada. No sabía por qué al gato le gustaba dormir en la alfombrilla de la entrada.


Abrió la puerta y se asomó. Pues no. No había gato. En cambio, sí que había alguien en mitad de la calle, frente la casa. La ropa ensangrentada, los ojos oscurecidos y el rostro inexpresivo.


- Susie...


Sam escogió ese puto instante para llamar, haciéndole pegar el mayor salto de su vida. Con la mano en el pecho descolgó.


- ¿Se puede saber qué andabas haciendo?

- Estaba saliendo de un pub con los de clase y han llegado unos imbéciles a buscar hostias.

- ¿Y qué tal te va? Parece que andas ocupado últimamente.

- Sí, estoy a media jornada en un buffet. Me va bien, pero es un tanto agotador.

- ¿Otra vez andas currando gratis? Tío...

- Dean, es importante. No me vengas con lo de siempre.


El aludido suspiró y se sobó el puente de la nariz. Alzó la vista a la calle y recordó de pronto por qué estaba allí asomado, quedándose callado y mirando a todos lados. No había nadie.


- ¿Dean? -preguntó su hermano, al otro lado de la línea.

- Perdona. Estoy un poco cansado.


Los dos hermanos callaron. Solía ser lo habitual. No eran de los que se contaban la vida, ni por teléfono ni por nada.


- A lo mejor voy por Navidad -anunció entonces el menor.

- No hace falta, Sammy. Yo no voy a celebrarlo, y papá ya no está aquí, de todas formas. Ven si quieres, pero-

- Ya, lo sé. Pero no estaría mal vernos las caras.

- Sólo avisa si traes alguna novia. Sacaré la cubertería de plata y la vajilla fina, maricona -bromeó.

- Gilipollas.

- Me voy a planchar la oreja, bigfoot. A ver lo que haces.

- Hasta luego, Dean.



*



La mañana amaneció nublada y con no muy buenas noticias. En la televisión hablaron de un par de huracanes arrasando la costa este. Las típicas tormentas tropicales que entraban al país a finales de verano, sólo que estaban a mitad de otoño y eran mucho más violentas. Al final iba a ser verdad que el hombre se estaba cargando el ecosistema. Y también la ciudad de Nueva York había sufrido una rotura de tuberías a lo bestia y las ratas habían salido de las alcantarillas.


Cuando Jo llegó a la tienda, con un café en cada mano, para ayudarle a descargar no traía buena cara. Tenía un semblante más propio de un zombi de El amanecer de los muertos pero con resaca. Molly Murray, la cotilla profesional del pueblo, parecía estar esperando que abrieran para soltar la bomba.


- ¿Os habéis enterado?

- ¿De lo de los tornados? -preguntó Jo, que todavía tenía los ojos hinchados del sueño.

- ¿Qué? ¿Qué dices? ¡La señora O'Donnell y su marido!

- ¿Qué pasa con ellos? - Jo se espabiló de un salto, como si le hubieran lanzado un cubo de hielo.


A Dean no le gustaban nada los cotilleos. Le decepcionó que Jo se pusiera en plan maruja.


- Parece que entraron a robar en la lavandería. Y ellos han desaparecido. Los dos. No hay señales de pelea, ni nada. Pero han robado el dinero de la caja. Y faltan las joyas.


Dean se encogió de hombros. Venga ya. Nadie podía desaparecer sin dejar rastro, ni siquiera de forcejeo. Si faltaba el dinero -de las joyas no estaba seguro. No creía que la señora Murray tuviera un topo en la policía o algo así-.


- A lo mejor son narcotraficantes y recibieron un chivatazo... -remugó entre dientes.


Recibió tal colleja que desparramó por el mostrador la mitad de su café.


- Cuidado con lo que dices, chico -le reprendió Molly, amenazándole con su rechoncho dedo índice. Tenía las uñas largas y perfectamente pintadas de rojo-. Podría ser una mafia intentando destruir todos los negocios del pueblo.


Eso no tenía sentido para Dean. Lo lógico sería que la mafia aterrorizase a los comerciantes y les fuese chupando el dinero. Pero se abstuvo de decirlo. La señora Murray tenía la mano muy larga.


Una vez cumplida su misión de extender la noticia, se fue satisfecha, meneando su enorme trasero como si la bamboleasen. Al marcharse, Jo se quedó callada, echada sobre el mostrador, con los codos apoyados. Dean le pegó una palmada en el culo y ella se puso recta, como accionada por un resorte. La mirada asesina que le lanzó no necesitaba explicaciones.


- Mira, ahí viene el camión -dijo Dean, sonriendo- Vamos a descargar, Harvelle. Rapidito. Tengo un fin de semana del que disfrutar.


No pudo evitar ver, al salir, al desconocido del día anterior sentado en un banco frente la tienda.


*


Por la tarde, después de echar una siesta improvisada, Dean pasó por la tienda, donde Jo le dio una caja que cargó en el coche y se encaminó hacia casa de Missouri. Solía ir todas las semanas, los viernes, para llevarle la compra. La mujer negra salió a recibirle en silla de ruedas. Todavía se podía mantener de pie, pero el dolor en las articulaciones era más llevadero si no se esforzaba demasiado.


- Te sentí venir -sonrió Missouri cuando Dean se acercó a saludarla, dándole un beso en la mejilla. Era la única mujer más parecida, en efectos prácticos, a su madre. Les había cuidado a su hermano y a él cuando eran pequeños y John trabajaba. Los comienzos en Phillipsburg para los Winchester habían sido duros y ella siempre estuvo allí. Dean la recordaba entonces, cuando era joven y guapa; y durante mucho tiempo pensó que ella y su padre tenían algo, pero ya no lo tenía tan claro. Si algo pasó entre John y Missouri Moseley, él no lo sabría nunca.


- ¿Cómo estás hoy?

- Más entretenida al haber venido a visitarme -fue la respuesta mientras se hacía a un lado para que Dean pasase con las cajas y fuera hacia la cocina para dejarlas sobre la mesa.

- El lunes traen los fiambres, así que me acercaré por la tarde.

- No te preocupes ahora por el fiambre, chico, y deja eso un rato. Hay una tarta de manzana enfriándose en la salita y café recién hecho.


No era de sorprender. Siempre tenía algo hecho -más bien recién hecho- cuando él o cualquiera venía a su casa. No sabía cómo lo hacía. Era una especie de don que Missouri tenía, el saber cuándo la iba a visitar alguien. Probablemente venía todo en el paquete especial de adivina. La mujer siempre había dedicado su tiempo libre a echar las cartas y esas cosas. Dean nunca había querido que se las echara. No creía en esas cosas y no le gustaba eso de tener un destino o un futuro premeditado por alguien que no era él mismo. Aunque recordaba que a Sam había llegado a tirárselas en una ocasión y que después no quiso decirle nada.


Condujo la silla de ruedas a la sala de estar y se sentó en el sofá, que tenía la vieja manta de siempre en el respaldo. Había sido su manta favorita cuando era crío. Había dormido un millar de veces en aquel sofá, con Sam acurrucado a su lado y era su manta mágica. Recordaba que había sido Missouri quien le dijo que era mágica tras una pesadilla, que era especial y que le protegería.


El incienso estaba encendido en una mesita junto la ventana. Era el olor característico de aquella casa. El incienso y las hierbas del campo repartidas en cuencos de cristales o en bolsitas de tela. Aquellas bolsas de matojos estaban en cada mueble de la casa, Dean estaba seguro de ello. Missouri era supersticiosa. Culpa de su abuela, que le había enseñado todo aquello de leer las manos y saber sobre tarot y echar maldiciones. Nana Moseley ya había muerto cuando los Winchester llegaron al pueblo, pero seguro que la vieja había sido todo un elemento.


Missouri se le quedó mirando con una sonrisa de medio lado, como si supera lo que estaba pensando, y le sirvió el café tal como él acostumbraba a tomarlo.


- Veo que sigues llevando ese colgante.


Así era. Aquella colgandija que su hermano le había regalado cuando tenía unos ocho años. A Dean le pareció entonces como un amuleto de la suerte. Además era una cabeza con cuernos y eso era guay.


- Sí, bueno. La costumbre.

- Eso está bien. Sírvete -Dean se inclinó sobre la tarta y partió un trozo. Antes de que pudiese echarle mano le golpeó una bolita de papel hecha con una servilleta-. Como no uses el plato y el tenedor, Dean Winchester, te quedas sin tarta, muchacho.


Dean no pudo evitar reír. Se le veía venir. Missouri lo leía como un libro abierto.


Pasaron parte de la tarde viendo la tele, hasta que comenzó a oscurecer. Entonces la mujer sacó el tema de las desapariciones.


- Me he enterado de lo de Susie y los O'Donnell.

- Ah, sí. Ya veo que andas al loro, no se te escapa ni una.

- Es un pueblo pequeño.

- También, eso también.

- Tú ten cuidado con lo que haces -el aludido no supo qué contestar. No sabía muy bien a lo que se refería.

- Después, en la cocina, coge los tuppers que tengo en la nevera.

- Puedo alimentarme yo solo, ¿sabes?

- Tendría que darte vergüenza, treinta años que tienes, y vivir a base de pizza, hamburguesas y fritos. Un día te dará un ataque y será demasiado tarde.


Dean suspiró, rodando los ojos. Siempre acababa cediendo. Esa conversación la tenían todas las semanas.


- También puedes llevarte la mitad de la tarta.

- Como sigas dándome cosas tendrás que bajarme el sueldo -bromeó.

- No seas idiota. Eres como mi hijo y tu padre, que en paz descanse, se levantaría de su tumba para matarme si no cuido de ti.


Dean sacó de la caja la compra de Missouri y la colocó en las estanterías y en el frigorífico. Aprovechando la caja vacía, metió en ella las fiambreras y la mitad de la tarta de manzana, que había guardado en un plato envuelto con papel de aluminio.


- ¿Dean?

- Sí, dime -Missouri entró en la cocina con bolsitas de tela en el regazo. Sabía lo que contenían nada más mirarlas-. Estás de guasa.

- No lo estoy. Y, o lo haces tú, o te obligo a llevarme para hacerlo yo misma.

- ¡Pero si ya tengo de ésas! Me las diste hace un año o así.

- Exactamente. Es hora de cambiarlas. Le darán ambiente a la casa.

- Claro. Ambiente.


Esas bolsitas que Missouri le daba era un lote completito de hierbajos de vudú. Se empeñaba en que los guardase, y como el olor se impregnaba en la ropa -no olía mal, dicho sea de paso-, siempre sabía si lo usaba o no.


- Sabes que me daré cuenta -Dean también sabía que se pondría insoportable si no lo hacía.


Él sólo resopló.


- Las antiguas quiero que las quemes. Dean, ¡préstame atención! -le gritó- ¡O te juro que voy contigo a casa y me pongo a entonar cánticos hasta las tres de la mañana! -y tanto que lo hacía- Las quemas enteras, en un recipiente de metal. Y luego esparces las cenizas por fuera de la casa, como trazando una línea alrededor, con la mano.

- Pero...

- Que lo hagas. ¡Me enteraré!

- Pero es ridículo.

- Tú haz lo que te dice esta vieja -regañó- Escúchame -dijo ya, más calmada- Ya no puedo cuidarte como lo hacía como hace unos años, y creo en estas cosas. Me quedo más tranquila si lo haces, ¿de acuerdo? Hazlo por mí. En cuanto llegues.


Gruñendo de mala gana, los metió también en la caja.


*


Tras despedirse de la mujer y volver a casa, hizo lo que se le pidió, aprovechando la oscuridad de la recién comenzada noche para esparcir toda aquella mierda.


La ducha le sentó divinamente, y al sacar la ropa del armario aprovechó para meter una de las bolsitas allí. Repartió algunas por la planta superior y quedaban aún tantas para la primera planta que tuvo que meterse las que no podía llevar en las manos en los bolsillos. Finalmente quedaron colocadas.


El bar de Randy estaría bien. Normalmente iba a celebrar el comienzo del fin de semana al Harvelle's Roadhouse, pero quería terminarse el videojuego al que estaba jugando aquella misma noche, así que Randy era perfecto. Estaba dentro del pueblo y no muy lejos de casa y era la mejor opción para un par de cervezas y nada más.


El Randy's no era lo mejor. Tenía mucha más pinta de bar de carretera que el propio Roadhouse y era algo más cutre. Dean sostenía que el que el Harvelle's lo llevaran mujeres tenía mucho que ver. Pero el viejo Randy era un tío majo y daba buena conversación. Era, también, un antiguo soldado y llevaba una prótesis en la pierna a causa de una herida de bala que se acabó engangrenando.


- Ponme una, Ran -dijo, sentándose en un banquillo frente a la barra a la vez que saludaba al dueño con un levantamiento de cejas.

- Hey, Winchester. ¿Cómo va el negocio? -no había demasiada gente, para ser viernes. Algunos parroquianos asiduos y dos o tres repartidos por la barra, mal iluminada.

- Qué te puedo decir. Hay oferta en salchichas y bacon ahumado. Y la verdura ha subido de precio.

- Me alegro de no ser vegetariano, entonces -sonrió el barman con sus dientes amarillentos escondidos tras su frondosa barba-. ¿Y qué se cuenta Missouri? No se la ve ya mucho por el pueblo.

- Ahora con el frío le va peor. Más dolores.

- Nosotros los viejos cada vez tenemos más achaques, hijo. Si lo hubiera sabido hace cuarenta años... Ah, las cosas habrían sido diferentes.

- Venga, Randy, no se queje. Tiene a Rose.

- Por eso mismo lo digo -dijo el tipo, con una mirada significativa.


En la televisión emitían rugby. Al partido no le quedaba mucho y parecía una reposición, pero interrumpieron el programa para un avance informativo con nuevas noticias sobre lo de los huracanes. Uno parecía estarse disolviendo ya, pero el otro seguía dando guerra por el sur de Alabama, y probablemente llegaría a pasar por Mississippi y Louisiana.


- Verás cómo no llega a Texas -le oyó decir a Randy- A esos condenados no les va a tocar. Estoy seguro.


Antes de responder, un tipo que estaba a la izquierda de Dean, en la barra, habló.


- ¿Qué es ese olor? -los ojos le lloraban, como si hubiera estado respirando gas lacrimógeno.


El único olor extraño al establecimiento que Dean registró fue olor a flores. Flores que conocía muy bien.


- Mierda -dijo, sacándose una bolsita extraviada del bolsillo-. Es mío.


El tipo se largó sin decir una palabra más, tapándose la nariz y la boca con la mano. Ellos se encogieron de hombros.


- Menos mal que ya me había pagado -dijo Randall, retirando el botellín de cerveza abandonado y pasando la bayeta-. Huele fuerte, pero no es para tanto.

- A lo mejor es alérgico a las flores -supuso Dean-. Missouri me obligó a llevarme algunos de estos. Creo que alejan a las polillas.

- Mi mujer usa alcanfor. Uno especialmente apestoso. Definitivamente yo usaría de las tuyas.

- Pues quédate esta, Ran. Me voy a ir a casa.

- ¿Un día cansado?

- Síp, algo así -pagó y se levantó para marcharse.

- Dale recuerdos a Missouri de mi parte, chico.

- Lo haré, descuida.


*


Andar por las calles de Phillipsburg una noche de noviembre era muy tranquilo. Los jóvenes se iban a otros pueblos normalmente, a tugurios con mejor música (si es que podían llamar música a esa mierda enlatada que ponían a toda hostia en los altavoces de las discotecas).


Las calles estaban tan tranquilas que parecía un pueblo desierto. A Dean le gustaba aquella calma, aquel reposo hogareño.


Es lo que iba pensando de camino a casa cuando, en el cruce de la quinta con G Street volvió a verla. A Susie. Cubierta de sangre, mirándole con sus ojillos perdidos.


Cruzó sin mirar, sin darse cuenta hasta que no fue demasiado tarde de una luz que se aproximaba a toda velocidad hacia él. Antes de que hiciera impacto, notó un fuerte tirón del cuello de la camisa y cayó de espaldas sobre el asfalto. El claxon de la camioneta que había estado a punto de arrollarle pitó, en forma de insultos, y siguió calle abajo. Susie ya no estaba.


Quien sí estaba era aquel tipo de la gabardina, el que había entrado a la tienda a comprar agua.


- ¿Se encuentra usted bien? -le oyó decir, pero Dean no atinó a responder nada.



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