(Cuento,
inspirado en esta canción, versionada por Lúnasa)
Podía decirse que la vida nunca le había favorecido demasiado. Naoise se buscaba la vida como podía. A veces conseguía sacar un par de canciones de su lira antes de que lo sacaran a patadas de la aldea. Otras veces, cuando el hambre acuciaba, ayudaba a las gentes a cuidar del ganado, o sujetaba a los potros mientras lo herraban.
Llevaba una daga al
cinto. Le gustaba pensar que había sido de su padre, y que su padre
había sido un gran señor, un gran jefe de clan. Cuál, no lo sabía.
Nunca lo había sabido. Jamás se lo habían dicho. Lo único que
tenía de su familia era aquella marca de nacimiento que le nacía de
la oreja, hasta la nariz. Parecía una antigua cicatriz, tan antigua
que había salido del vientre de su madre con ella, pero a las gentes
no le gustaba ver esa marca. Decían que auguraba sangre. La tapaba
con glasto. Con su pelo rojo y aquella línea azul en la cara no
podía sino evocar tiempos antiguos, donde la Antigua Religión era
la madre de todos y los dioses estaban en las bendiciones de las
buenas gentes de aquella tierra.
Todavían quedaban
personas como Naoise, sin embargo. Obstinados, con la vista puesta
atrás. Naoise quería ser como el gran Taliesin. Quería pasar a la
historia como poeta, como bardo. En su niñez le habían llegado los
relatos de Taliesin, aquel niño al que encontraron en un saco, el
niño del bello rostro, Taliesin de los Cynfeirdd,
de la tierra al otro lado del mar, en Cymru, que ahora era poblada
por bárbaros sajones.
En
casa, sin embargo, eran otros bárbaros los que les estaban
arrebatando el hogar. Venían en barcos que habían entrado en primer
lugar por el sureste, y que los estaban empujando hacia el oeste.
Rendirse, o luchar. Y a cada día que pasaba, los empujaban más y
más, y Naoise comenzaba a resignarse. Su lira sonaría los días de
lluvia, los días en que la niebla fuera tan espesa que no podría
acertarle.
Los
días de paz se acabaron pronto. Rodeando el río, de camino al
norte, se encontró una pila de muertos. Ni se habían molestado en
robarles las armas. Naoise se detuvo para prepararlos para Ankou, ya
que no vio señales de que pertenecieran a la nueva religión. Alzó
una plegaria a los dioses y les cerró los ojos. En el grupo sólo
había dos hombres, que no habían tenido tiempo de desenvainar sus
espadas, tres mujeres, y dos niños de cabellos claros. En sus
rostros, en todos, la marca de nacimiento. Hermanos. Muertos, antes
de prestar su sangre en la batalla, con los ojos mirando horrorizados
a ningún sitio.
Su
nombre y su aspecto podía confundirse con el de un hombre, y Naoise
no tenía raíces, ni padres, ni techo, ni forma alguna de defenderse
sino ocultarse tras aquella máscara. Alzó su voz al viento clamando
a los dioses de nuevo, y llamó a Agrona, quien era la única que
podía darle fuerza. Sólo ella. Sería una Buadaca sin reino. Si
había de morir en batalla lo haría.
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