II.
- ¿Sigue ahí sentado? -preguntó Dean. Jo se asomaba a la calle por el cristal de la puerta de la tienda. Asintió.
Habían pasado casi dos semanas, y las cosas eran aún más extrañas. No sólo las desapariciones, ya que un par de personas más se habían esfumado, no.
El tipo aquél, el de la gabardina. Estaba seguro, estaba completamente seguro de que le seguía. Le veía todo el día en ese banco frente la tienda y juraría, si no lo llamasen paranoico, que lo había visto alguna vez asomado a la puerta de su casa. Sin embargo Jo había desbaratado su teoría del espionaje, porque aseguraba que había pasado en ese banco los dos fines de semana que habían acontecido desde que a Dean hubieran estado a punto de dejarlo hecho un tatuaje sobre el asfalto. "Como una rata", comentaba él mismo con su usual humor negro.
Y a Dean no le gustaban los interrogantes. Ni pizca. Y ese hombre era un interrogante adornado de luces de neón para él. Le veía sentado en aquel banco, le había visto allí durante días; había contemplado, día a día, cómo le crecía la barba y se le oscurecían las ojeras y su pelo se despeinaba más y más -cosa que antes de verlo, habría dado por imposible desde el principio- y lucía, indudablemente, mucho más delgado. Se había vuelto un vagabundo, un indigente. Nunca lo habría dicho, dado su aspecto inicial, tan cuidado. Y la ropa no parecía de mala calidad. Ahora aquellos harapos podrían ir, directamente, a la basura.
- Oh, venga, habla con él -Jo le sacó de sus pensamientos, aquel martes por la mañana.
Le había traído un café y había comentado algo sobre que necesitaban cacahuetes para poner con las cervezas. Dean sabía que era una mentira descarada y gigantesca. Ellen odiaba los cacahuetes. En cambio agradecía el café y la compañía.
Había tenido pesadillas. Con Susie. Probablemente se estaba volviendo loco. ¿Quién en su sano juicio veía a alguien a quien conocía cubierta de sangre enfrente de ella y había desaparecido frente sus narices? Nadie que estuviera cuerdo, era la respuesta. No se lo había dicho a Jo, ni a Missouri. Ni siquiera a Sam. Les habría faltado tiempo para marcar el número del manicomio más lejano y haberle regalado una camisa de fuerza a su medida. No podía decirles que había visto a Susie muerta delante de él. Y su sobrealimentada mente pensaba luego en los mil y un pasos a seguir por cortesía de los Ghostfacers. Sal gorda para repeler a los fantasmas. Ya, claro. Y a los demonios también, ya puestos, ¿por qué no? Si era así estaba claro que los fantasmas y los demonios pertenecían a un tipo de brigada contra la hipertensión.
- ¿Y qué coño le digo? -le soltó, brusco.
Había estado tan embotado aquella noche, tan... no sabía cómo había estado. ¿En shock? No, quizá algo más... Alucinado. Ésa era la palabra: alucinado. Y no le había dicho nada. O quizá sí, pero no lo recordaba. Posiblemente balbuceó un "me voy a casa" y con esas se marchó. Ni siquiera jugó al videojuego. Se quedó en el sofá, sentado, tratando de aclararse a sí mismo. Había intentado descubrir en qué momento su mente había hecho click para desvariar de aquella manera.
- Un "hola" estaría bien para comenzar, ¿sabes? La gente no muerde.
- Me lo dice la que escapaba de las peleas a bocado limpio en el instituto, ¿verdad?
- No te andes por las ramas, que estamos hablando de otra cosa, Winchester.
- Claro, Harvelle -dijo Dean, imitando el tono de la chica-. Estamos hablando de que salga ahí y le pregunte al contable pordiosero si me está persiguiendo porque no tengo bastante con que parezca lo suficientemente enfermo en mi cabeza. Si quieres que haga el tonto deja que me disfrace de payaso y vendemos las entradas.
- También puedes ser más sutil, so inútil. Le llevas un bocata o algo, yo qué sé. Pasado mañana es Acción de Gracias. Puedes ir con esa excusa, y hablas con él. Un "hola, qué te trae por aquí" no sólo es una forma de ligar, por si no lo sabías. Yo lo haría así, vaya.
- Tú hazlo como te dé la gana. Yo me siento idiota sólo con pensar en acercarme a un tío que no conozco de nada y preguntarle sobre su vida.
- No te importa mucho cuando te acercas a alguna chica en un bar y le entras para llevártela a la cama.
- No es lo mismo.
- Sí lo es. Se llama conversación.
- La meta es diferente.
- También te lo puedes llevar a él a la cama. No es feo -rió la rubia.
Dean agarró el vaso de café para llevar reprimiendo las ganas de tirárselo encima y acertarle en la cabeza. Optó por darle un trago. Estaba ya frío.
La broma de Jo le había parecido de mal gusto. Era un pueblo pequeño, Phillipsburg, en el que se sabía todo con una rapidez pasmosa, y él había sido durante algún tiempo la comidilla del pueblo. Él y Paul Barnes, un chico de su clase, gay, para más datos, con el que había estado ligeramente involucrado después del instituto. No habían llegado a nada, en realidad, sólo a lo resultante de una noche llena de alcohol y de un par de encuentros más. Dean perdió interés enseguida en lo que pasaba entre ellos dos y Paul se marchó a la universidad, y después Dean había vuelto a su línea de chicas tras su fase experimental, pero nunca se había enredado demasiado con ellas sentimentalmente hablando. Ni con ellas ni con nadie. Había acabado siendo el malo del cuento en esos rumores, y ni siquiera imaginaba el por qué.
Sabía bien que aún se comentaba "Ahí va Winchester, el hermano mayor, el que se restregó con el hijo pequeño de los Barnes", además de los ya establecidos rumores de la más que conocida teoría de "no ha intentado llegar a algo serio con una mujer porque en realidad es un reprimido". Reprimido sus cojones. La gente tenía demasiado tiempo libre y no le gustaban las bromitas sobre ello.
Jo captó su mirada de advertencia y levantó las manos, pidiendo perdón en silencio.
- Espera, se va -dijo ella de repente, espiando al desconocido.
El hombre se perdió de vista y entonces Jo se apartó de la puerta. El reverendo se acercaba y probablemente entraría a comprar. Éste, sin embargo, se detuvo ante la tienda, pero pareció acordarse de algo en el último momento puesto que nada más tocar el pomo retiró la mano con aire confuso y les sonrió a través del cristal con algo de apuro, marchándose calle abajo.
La chica volvió la mirada a Dean y él se encogió de hombros.
*
La señora Miller vivía sola -a decir verdad vivía con su gato, pero no cambiaba demasiado la situación- en su casa, en las afueras al norte del pueblo. Tenía un par de hijos que vivían fuera; y la mujer, a sus setenta y cinco años, no consentía ayuda alguna. Tenía el porche cubierto de hiedra y maceteros meticulosamente cuidados. El exterior de su casa era muy agradable e invitaba a entrar en la vivienda.
La primera vez que Dean entró allí imaginó que la casa de sus abuelos era exactamente igual que aquella. Y aquella primera vez había sido su primer encargo de la tienda de Missouri. Habían pasado catorce años desde entonces.
La anciana hacía sus pedidos cada dos semanas. Tenía un huerto tras la casa, por lo que parte de su alimentación era totalmente natural. Hacía unas tartas de escándalo, aquella señora. La señora Miller cada vez se hacía más mayor y eso se le notaba en el carácter, pero aún era una viejecita peculiar. En sus tiempos mozos había sido feminista, y nunca se había casado. Nadie sabía quiénes eran los padres de esos dos retoños que había tenido.
- Aquí le traigo sus cosas, señora Miller -dijo Dean al entrar en la casa, colocando la caja donde acostumbraba- ¿Le ayudo a colocarlo?
- No, muchacho. Pero si no te importa hacerme un favor...
- Usted dirá.
- Los fusibles de la luz. ¿Podrías echarles un vistazo? Están en el sótano y mi vista ya no es la que era. Las luces me llevan parpadeando un par de días, y empiezan a ponerme de los nervios. Cada vez que las enciendo, plic plic plic. Y no quiero llamar a Jimmy a no ser que sea necesario. Será un electricista muy bueno, pero es caro como él solo.
Bajar el sótano no le apetecía un pelo, dada la situación de paranoia en la que estaba. Si volvía a flipar con Susie iba a salir chillando de ahí cual colegiala.
La mujer sacó una linterna de un cajón de la cocina y se la dejó.
El sótano no estaba demasiado iluminado, había un par de ventanucos a ras del suelo, y aquello parecía ser suficiente. Sólo había una bombilla y no es que fuera un espacio pequeño, precisamente. Estaba un poco acojonado, tenía que admitirlo. "Ves demasiadas películas de terror, Dean", se amonestó a sí mismo.
Las cuatro paredes estaban casi totalmente cubiertas por estanterías. Había cajas de ropa, colchas y demás; trastos de cuando sus hijos vivían allí o eran pequeños y también había bastantes conservas. El fertilizante olía desde las escaleras.
La caja de los fusibles estaba en un rincón bajo las escaleras. Genial, vaya. Con la iluminación que había era una delicia.
Un ruido le hizo dar un respingo y miró alrededor. Había tanto silencio... Tras un tiempo prudencial Dean volvió a mirar los fusibles y entonces algo le tocó la pierna. Respiró hondo. Un maullido sonó a sus pies y, Whiskers, el gato de la señora Miller se frotó nuevamente contra su pantorrilla. Soltó una palabrota por lo bajo.
- ¿Todo bien, hijo? -escuchó decir a la mujer, escaleras arriba.
- Tiene uno fundido.
- Tendré que llamar a Jimmy. Anda, sube.
No se hizo de rogar. La anciana le esperaba en la puerta del sótano.
- Ya he colocado la compra -le informó.
- ¿Y todo bien?
- Olvidaste los pepinillos.
- No se preocupe, se los traigo luego en un momento.
- Sin prisas. Hasta el viernes no pensaba comer ni uno.
- Bueno, pues para el viernes como muy tarde los tiene aquí. Puedo decirle a Jimmy que se pase, si quiere.
- Déjalo, hijo. El teléfono está para algo -sonrió.
- Vale, pues me marcho. Llámeme cuando quiera que venga y, si necesita algo más, sólo tiene que pedirlo.
La señora le despidió con la mano hasta que el coche se perdió de vista.
*
El jueves llegó casi sin darse cuenta. La semana había sido cada vez más animada a cada día que pasaba, volviéndose totalmente caótica el miércoles por la tarde. En aquel día, Acción de Gracias, sólo tendría abierto el negocio unas pocas horas, lo justo para que los más rezagados comprasen los productos para la cena. Había, incluso, pavos ya preparados y envasados, listos para calentar en el microondas. Para vagos como él, que nunca había comprobado si era bueno o no en la cocina porque nunca se había dado la oportunidad. Siempre podía hacer cosas mejores, como batir su propio record en cualquier videojuego, que meterse en la cocina a hacer el gilipollas.
Jo había venido el día anterior para ayudarle. En vísperas de festivos los clientes se agolpaban en la pequeña tienda como moscas en la miel. O, mirándolo desde el punto de vista de Dean, como una horda de zombies. Lo aburrido del asunto es que no podía derribarlos a balazos. No, si quería no pasar el resto de su vida a la sombra.
Al cerrar la tienda a mediodía buscó inconscientemente al desconocido. Por sorprendente que pareciera, no estaba en el banco. Con casi total probabilidad seguiría el consejo de su rubia compañera de trabajo y le invitaría a comer algo. Estaba pensando en dejarle pasar al cuartito de la tienda para que pudiese asearse y afeitarse, e incluso dejarle echar una siesta en el sofá si le apetecía.
Tenía la impresión de que aquel hombre llevaba todo aquel tiempo durmiendo en la calle. En la iglesia no se había presentado a pedir alojamiento, desde luego. Molly Murray había tenido el detalle de chivárselo, a él y a todo el pueblo, por supuesto.
Bajando la calle para montar en su querido Impala del 67, Dean visualizó al tipo de la gabardina en una cabina de teléfonos que por un casual -ironías de la vida- estaba al lado del coche. Tenía que pasar por allí y, bueno, sería inevitable escuchar parte de la conversación. Afiló el oído. Si alguien le pillaba lo negaría todo. Bajo tortura.
- Perdóname, por favor, Ame. Déjame volver -le oyó suplicar. No le había oído hablar desde aquella vez en el cruce. Sonaba realmente acongojado-. Quiero verla. Tengo que estar allí.
Parecía haber problemas en el Paraíso, pensó Dean mientras abría con cuidado la puerta negra de su Chevy para seguir escuchando sin problemas.
- ¡Por favor! Estoy en mi total derecho de-
Desde allí pudo ver sus ojos azules mirando el teléfono aún sin entender qué había sucedido y el sentimiento de haber sido hecho trizas pintado en la cara, casi cubierta por la barba. Dean ya estaba acomodado frente el volante y decidió que no era el mejor momento para invitarle. Lo intentaría más tarde.
Sin embargo, cuando volvió para abrir la tienda un par de horas más el desconocido ya no estaba. Y no regresó en toda la tarde.
*
No le encontraba. Había conducido por todas las calles del maldito Phillipsburg -que no eran muchas, dicho sea de paso- ¿Y si hubiera entrado en algún sitio?
Nah. Le parecía poco creíble a esas alturas, después de haber pasado todo ese tiempo en la calle.
Su cara de total derrota le saltó a la mente de golpe. Estaba claro que no era un sintecho por gusto. Había tenido que ocurrirle algo y le habían despojado de todo lo que le importaba.
- Venga ya, mierda -maldijo entre dientes. Había parado el coche cerca del pequeño campo de golf, y desde allí se veía un signo de paso a nivel. Por si fuera poco, nada más abrir la puerta se puso a llover a cántaros. Como si no fuera suficiente.
Bajó del coche refunfuñando. No debería estar imaginándose lo peor, pero su lado oscuro pesimista le dijo que si a él se lo quitasen todo, como parecía haberle ocurrido a aquel hombre, también tendría aquellas ideas. Le parecía muy cobarde, pero que le cayera un puto rayo si no le entendía.
Las barreras del cruce descendieron y comenzó a sonar aquella campanilla de alerta. Y le vio, sentado en medio de las vías. Estaba rezando. ¡El muy hijo de puta!
- No habrá vagabundos por el mundo y me tiene que tocar uno subnormal -gruñó-. ¡Eh! ¡Va a pasar el tren! -gritó, acelerando el paso a medida que se acercaba y veía que no se movía. Le agarró de la gabardina cuando se puso a su altura. El tipo lloraba mientras rezaba, detalle que no había percibido antes. Dean tironeó de él, pero el muy bastardo se agarró al suelo.
- ¡Déjame en paz!
- ¡No seas gilipollas y salgamos de aquí!
- ¡Suéltame! Iré al infierno de todos modos.
- ¿Qué infierno ni qué niño muerto? -el tipo podía haberse quedado delgado, pero se agarraba a las vías como un condenado.
Entonces Dean vio el tren. Avanzando hacia ellos. No tenía tiempo de convencerle. Le soltó y el hombre le miró con desconfianza. No vio llegar el puñetazo que le aterrizó en la cara haciéndole caer inconsciente antes de ser arrastrado fuera de las vías.
*
Despertó en un coche. Tenía el cinturón puesto.
- ¿Q-qué...?
- Ya era hora. Empezaba a pensar que te había matado -bromeó Dean con toda la malicia que pudo reunir. Estaba aparcando.
El tipo de la gabardina le lanzó una mirada dolida. Sin embargo ya no había tanta desesperación en ella.
- Si piensas volver a intentarlo vete quitando la idea de la cabeza. No voy a dejarte tranquilo. Así que te jodes, como el resto de los mortales.
El otro no dijo nada. Tenía el seguro de la puerta echado. Dean había querido asegurarse que no saltaría con el coche en marcha o algo parecido si se despertaba.
Una vez apagado el motor el seguro de la puerta se bajó y el hombre le instó a bajar. Estaba empapado.
- ¿Dónde-
- En mi casa. No suelo meter a desconocidos chalados, así que será mejor que dejes de hacer locuras.
Abrió la puerta y le dejó pasar, cerrándola a sus espaldas, antes de perderse por alguna de las habitaciones de la izquierda del pasillo. Frente la entrada había unas escaleras que conducían a la planta superior.
- Pero pasa, no te quedes ahí pasmado. ¿Quieres beber algo?
- Un poco de agua, gracias -el desconocido siguió la voz de aquel hombre que le había salvado la vida, para bien o para mal.
Dio con él en la cocina y nada más llegar le puso un botellín de agua en la mano, antes de coger para sí mismo una lata de cerveza.
- Me llamo Dean. Dean Winchester.
Él ya sabía cómo se llamaba. Había escuchado a la gente llamarle por la calle.
- Castiel Novak.
- ¿Cas-qué?
- Castiel. Es el nombre de un ángel bíblico.
A Dean no le cupo duda, si es que le quedaba alguna, que aquel era el hombre que Ray había traído en la grúa.
- Oye, mira, no se me da bien andarme por las ramas, así que voy a ir directo al grano y espero no parecer demasiado morboso -Castiel se tensó. El altruísmo no existía ya, dada la situación-. ¿Por qué has intentado matarte?
El rostro del vagabundo se tiñó de rojo lo suficientemente intenso par poder verse debajo de toda aquella mugre.
- Mi esposa me ha echado de casa.
- Tu esposa -el tipo asintió.
- La traicioné. Ella confiaba en mi y la traicioné. Y no puedo ver a Claire.
- ¿Claire es la chica con la que le ponías los cuernos?
Dean fue perforado con una mirada de total repugnancia.
- ¿Qué? Por el amor de Dios, ¡no! Claire es mi hija.
- Joder, y yo qué sé. Acabo de conocerte.
- No la engañé. A Amelia, mi esposa. No la engañé.
- Vale, te creo. No hace falta que me lo cuentes.
No le interesaba. Eso era algo entre aquel hombrecillo y su mujer.
Castiel se bebió el agua y Dean le dio un par de tragos a la cerveza. Tiró la lata y la botella a la basura.
- ¿Podrías aclararme una cosa más? -intervino, rompiendo el silencio que se había creado.
- Tú dirás -Castiel decidió tutearle también.
- ¿Me has estado siguiendo?
El moreno volvió a enrojecer. Dean no necesitaba afirmación más clara.
- ¿Por qué?
Castiel se tomó su tiempo para responder, y por un momento Dean pensó que se había quedado embobado mirando las cortinas de la cocina.
- Quise comprobar si salvar la vida de alguien cambiaría lo que le hice a Amelia. No sirvió de mucho, en realidad.
- ¿Me seguías ya, entonces?
- Desde que saliste de aquel bar. El tipo que salió antes de ti, ¿le viste la cara?
- Claro. Era feo, lo sé. Pero no sé si es a lo que quieres llegar.
- Pues... -comenzó a decir, pero cambió de opinión- No importa. Cuando saliste del bar sentí que iba a pasar algo. No me preguntes qué: simplemente te vi salir y no lo pensé. Te seguí, y la vi. A ella.
- ¿Ella? ¿Quién? Espera, ¿Susie? ¿Me estás diciendo que viste a Susie?
- No sé quién es Susie. Si te refieres a aquella chica cubierta de sangre, sí, ella. Iba a hacerte daño y te saqué de allí.
- ¿Tú estás mal de la cabeza? Conozco a Susie. ¡Pero si le da miedo hasta matar moscas, joder!
- Es lo que sentí, fue un impulso más allá de toda lógica. Había malicia en ella. Muerte.
- A ver que me aclare. Sentiste algo y me seguiste y viste a Susie, y Susie era mala.
- Sí.
- Eh... vale. Creo que la calle te ha sentado mal, amigo.
- Pero -
- Mira -interrumpió-, cambiemos de tema. Prefiero pensar que no estás tarado y que te he dejado entrar.
De nuevo, el silencio.
- Vamos, voy a enseñarte la casa. Como vas a vivir aquí tendrás que saber dónde está tu cuarto.
- ¿Vivir aquí?
- ¿Prefieres vivir en la calle? -Castiel no dijo una palabra- Eso me parecía.
Dean le cedió la habitación de su padre. Como las habitaciones tenían todas un tamaño parecido, Dean decidió no cambiar de cuarto cuando John murió. Se había quedado con alguna ropa tras el entierro, como aquella vieja chaqueta de cuero marrón, pero no se había quedado con su dormitorio. Castiel se quedó mirando la habitación, absorto, y no le vio salir de allí.
- Te voy a prestar algo de mi ropa. Ya te conseguiremos algo de tu talla -le escuchó decir, ahogado por las paredes, mientras resonaban cajones al abrir y cerrar. Nuevamente, se guió por el sonido.
Al asomarse, asumió que era la habitación de Dean. Las paredes estaban adornadas con posters de grupos de rock, y había un mueble repleto de comics. Era como la habitación de un adolescente. Supuso que era coleccionista. Aunque no se detuvo mucho más en mirar la decoración. Castiel quiso decirle que estaba allí, dado que el otro no se había dado cuenta, pero la voz se le murió en la garganta. Dean se estaba quitando la ropa mojada. No pudo evitar pasear la mirada por el cuerpo de su anfitrión hasta que éste se puso unos pantalones y se percató de su presencia, sin pasar por alto el significado de aquella mirada de ojos azules.
Dean carraspeó y le lanzó un par de prendas dobladas.
- Ropa limpia. En el cajón bajo el lavabo hay cuchillas de afeitar nuevas y hay toallas en el armario. Si necesitas algo, me llamas. Hay pavo de microondas, espero que no seas muy melindroso porque es nuestra cena de Acción de Gracias.
*
Se despertó a mitad de la noche, sin saber por qué. Dean solía dormir como un tronco, del tirón.
- Dean.
Se llevó un susto de muerte. Al volver la cabeza hacia la voz vio que había alguien junto a la cama, de pie, observándole.
- ¡Me cago en la puta! -exclamó, un instante después de darse cuenta de quién se trataba-. ¿Qué haces aquí?
- Perdona que te moleste. No puedo dormir, la cabeza me está matando, y me preguntaba si podía tomarme una de las aspirinas que tienes en el baño.
Dean se mordió la lengua para no mandarlo a Alaska de una patada.
- ¿Me despiertas por una puta aspirina insignificante? Coño, coge las que quieras. Como si fuera tu casa, hostia.
- Discúlpame por haberte despertado.
- Cas -lo único que Dean quería era dormir. Ya se preocuparía de recordar cómo terminaba el nombre de su nuevo compañero en otro momento-. Basta de charla. Come, bebe y utiliza lo que te salga de la polla sin mi permiso, no me despiertes por gilipolleces. Pero avísame si la casa se quema.
- Está bien, muchas gracias, Dean.
El susodicho balbuceó algo ininteligible, pero ya estaba dormido.
*
Hacía diez minutos que la señora Miller había llamado a Jo, y Jo a Dean, para llevarle las cosas que faltaban -Castiel se había quedado en casa- pero allí no había nadie. Ni un alma. La puerta estaba abierta y por mucho que llamó a la mujer no recibió respuesta. Ni siquiera Whiskers salió a restregarse contra sus piernas.
Dean tuvo la sensación de que había ocurrido algo terrible.
Se adentró en la casa y escuchó un chapoteo a sus pies. No se veía muy bien, casi había anochecido del todo. Y tal como pudo comprobar a continuación, la luz no funcionaba. La cocina estaba al lado, así que se acercó a buscar a tientas aquella linterna del cajón, que seguía estando allí. Quizá había ido a mirar los fusibles y la luz se había ido. O había llegado Jimmy. Descartó la segunda idea nada más pensarla. Aquel bastardo se hacía desear. Más de una semana tardaba en responder cualquier petición, por poco que tuviera que hacer. Y tampoco había visto su camioneta.
Encendió la linterna y volvió al pasillo, donde estaba el charquito. Sangre. El gato, o lo que quedaba de él, yacía degollado unos pasos más allá, frente la puerta del sótano, que estaba abierta.
Dean no se paró a pensar con sensatez, bajó corriendo las escaleras.
- ¡Señora Miller! -gritó.
Terminó de bajar los peldaños y se adentró en el sótano. No estaba allí.
No se esperaba un chasquido a su espalda y se volvió. Contuvo la respiración.
- Tú.
Susie le miraba con ojos oscuros, bañada en sangre, a menos de un metro.
- Hola, Dean. Te has hecho esperar.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado?
- Dimití. Ya no me interesa trabajar en una lavandería. Nunca más.
La chica se acercó, poniendo una mano sobre su hombro, mirándole insinuante.
Había algo que no marchaba bien. Dean lo sentía, lo sentía hasta en el tuétano. Algo le decía que saliera de allí cagando leches y no mirase hacia atrás.
- La gente está preocupada por ti.
- A la mierda la gente, Dean. Tú y yo. Es lo único que importa ahora.
- Eh... no creo que sea buena idea. No puedo dimitir. Necesito el dinero.
- Puedo enseñarte otro estilo de vida -Susie perfiló su cuello con el dedo índice, arañándole mientras le miraba como un halcón a su presa. Dean reprimió el siseo al notar el corte.
- ¿Como cuál?
Ella sonrió. A Dean se le heló la sangre en las venas al verla sonreír de aquella forma, iluminada pobremente por la linterna y teñida de rojo de pies a cabeza. El rostro de la joven se transformó horriblemente y sus dientes se volvieron puntiagudos. Se le abalanzó y Dean logró empujarla a duras penas contra una estantería, tirando todos los frascos de conserva que había en ella y haciéndolos añicos. Susie volvió a lanzarse contra él. Parecía divertirse. Dean trastabilló al intentar andar hacia atrás y escurriéndose con algo de los botes y cayendo al suelo. Notó la mordedura del cristal en sus manos al intentar aterrizar con ellas para amortiguar la caída. La linterna había caído por algún lado y no veía prácticamente nada. Fue demasiado tarde cuando notó a Susie inmovilizarle y algo punzante se clavó en su cuello. Era más fuerte que él y le tenía bien agarrado.
Tuvo la total certeza de que iba a morir aquella noche, y gritó con impotencia.
Se sobresaltó al escuchar, repentinamente, un sonido sibilante tan cercano a él, justo antes de ver la silueta de la cabeza de Susie caer con un sonido sordo al suelo. El cuerpo se desplomó hacia el lado contrario.
Una mano masculina le ayudó a levantarse y recuperó la linterna.
- Dean.
El aludido hizo presión con la mano en su cuello mutilado, mirando aquella figura que se alzaba junto a él, con los ojos muy abiertos.
- ¿Sam? ¡Qué coño haces aquí!
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