En fin, que os guste:
Vancouver. Quillish Wammy visitó el hospital. La salud no es la que era y los años pasaban factura. Se había caído por la tarde y parecía haber sufrido un pequeño percance en la muñeca.
De todas formas, no se sentía molesto por tener que ir allí. De hecho, mataba dos pájaros de un tiro. Había sido enviado para interesarse por el estado de un niño. Según el historial más reciente que tenían, habían asesinado a sus padres cuando contaba poco menos de cinco años y ahora, tres años después, acababan de masacrar a la familia que le había adoptado. Mala suerte, dirían algunos, aunque Quillish no estaba muy de acuerdo.
Estaba anocheciendo cuando miró por la ventana y preguntó en Información por la habitación que buscaba. Por supuesto, había dicho que era un pariente, y la enfermera ciertamente le creyó al verle el vendaje en la mano. Si no hubiera colado, habría esperado al cambio de turno del personal y habría mostrado una placa de policía falsa.
Habitación 256. Avanzó por el pasillo y tras un pequeño paseo, vaciló antes de abrir la puerta.
El padre murió primero de un tiro en la cabeza. La madre escondió al niño en el armario del hotel canadiense donde estaban alojados y murió apuñalada. El chico lo vio todo. Uno de los policías que llevaba el caso le adoptó junto con su esposa, ayudándole a seguir adelante. Durante tres años tuvo paz. La casa ardió. Hasta los cimientos. Los dos adultos murieron.
El anciano ignoraba si los asesinos de la primera vez fueron los de la segunda, de si mataron al matrimonio antes o después de prender fuego a la vivienda. Desconocía si a ellos también les vio morir. No estaba seguro si salió ileso del incendio o está completamente desfigurado por las llamas.
Reunió fuerzas y traspasó la puerta. Tenía quemaduras en la cabeza, apósitos empapados de yodo sobre la frente. “Probablemente no vuelva a tener cejas”. Algo ardiendo debió golpearle, y había tenido mucha suerte de no haberse quedado ciego. La cara estaba adornada de moratones y arañazos, que parecía haberse hecho él, así como sus brazos. No sabía si tenía más heridas, estaba tapado con una sábana.
La habitación apestaba a alcohol médico y se preguntó si el aire ausente del chiquillo, todo piel y huesos, se debía al agobiante olor a limpio del alcohol médico.
Estaba bocarriba, tumbado cuan largo era –que parecía mayor por su delgadez- con las muñecas atadas a la cama con correas. “Entonces los arañazos se los ha hecho él”, supuso. Un catéter le unía el brazo derecho a un gotero con calmantes. Tenía los ojos abiertos, perdidos en el techo. Como inertes. No se sobresaltó, ni siquiera se inmutó cuando Quillish se acercó horrorizado por su estado y se sentó a su lado tras arrastrar una silla. Los documentos decían que el niño sufría de autismo, provocado por aquella temprana experiencia, y que había estado siguiendo un tratamiento. Pero no podía calcular el daño actual.
Suspiró, sin ánimos de volver a mirar a ese niño roto, se detuvo a observar su adolorida y maltrecha muñeca, e intentó moverla bajo el abultado vendaje, sin resultado. Guió sus ojos por los recovecos de la estancia. Una cama, una mesilla auxiliar, el gotero, un pequeño armario, una ventana… Las farolas de la calle ya se habían encendido.
“Debí haber impedido que le adoptasen, debí haberlo alojado en el orfanato…”
Se arrepentía de no haberlo hecho antes. De no haber llegado ahí tres años antes para llevarse al chico y poco a poco, sacarlo del agujero en el que lo habían hundido.
Sumido en sus pensamientos como estaba, no advirtió que llevaba un tiempo siendo examinado por unos ojos grandes y negros que se dirigían a él con muda curiosidad.
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