Adriana perdió el sueño el día en que perdió a su madre. Esa noche la pasó en vela, sin llorar; sin pensar en nada; simplemente no pudo dormir. Y a partir de entonces ya no durmió más.
Lo curioso era que por las mañanas se sentía estupenda y seguía tan bonita como siempre. Pero llegaba la noche y no se dormía. Adriana vivía en la ciudad con su padre, en una casa de dos plantas, y la escalera que daba a su habitación era de madera. Durante una de aquellas noches de insomnio subió y bajó por ella veinte veces, para distraerse. Luego, se asomó a la ventana y le sorprendió ver luz, ya que siempre había creído que la noche era oscuridad. Supuso que, como había pasado todas las noches de sus catorce años de vida durmiendo, no se había enterado de que la noche también tenía luz.
No era como la del sol, claro, sino blanca y fría. Adriana ignoraba si procedía de las farolas o de la Luna. Poseía la virtud de dibujar el contorno de las cosas y otorgarles otra apariencia: su colcha era un rectángulo pintado de blanco; su espejo, un cristal fosforescente, y el reflejo de ella misma sobre él una figura plateada de largo cabello.
Sintió curiosidad por contemplar la calle bajo aquella luz extraña. Se vistió y salió de puntillas para no despertar a su padre. Quedó asombrada. ¡Oh, Dios, era como si hubiese nevado! (Y no nevaba, ni podía nevar, porque era primavera). Pero todo, absolutamente todo, asfalto, aceras, techos de coches, tejados de casas, copas de árboles, todo parecía como bajo una capa de nieve. Pero no era nieve, sino luz: ¡era increíble! Esto no lo sabe nadie porque la gente se duerme, y si alguien pasa una noche en vela, casi siempre termina durmiéndose a la siguiente. Pero Adriana llevaba ya muchas noches sin pegar ojo. ¡Y era tan bonito lo que veía a su alrededor!
Dio un paseo por su barrio, embobada. Los edificios eran barcos encendidos a la deriva, y los jardines, lagos de patinaje. Al pasar junto a una fuente observó que el agua había desaparecido y solo quedaba el reflejo de la Luna, que era una bola luminosa flotando en la negra piedra redonda. La tocó: era fría como una lámpara de luz fría. Le entraron ganas de jugar a la pelota con la luna; pero cuando quiso moverla no pudo.
En noches sucesivas emprendió caminatas más largas y no dejó de maravillarse una y otra vez de aquel paisaje.
Exactamente a los doce meses de su insomnio hubo tormenta de gatos. Adriana ya venía notando, noches atrás, que el cielo estaba pesado y grumoso como si escondiera algo. Y una noche llovieron gatos. Caían de espaldas, pero no se hacían daño, porque ya se sabe que los gatos nunca se hacen daño cuando caen. Caían de espaldas, pero se daban la vuelta al llegar al suelo. Y siempre en silencio. Eran gatos pardos (de noche todos lo son), de ojos blancos y abultados como lentillas. Algunos cayeron sobre las antenas de la tele y quedaron colgados de ellas; otros se posaron en los balcones, la acera o el asfalto; los hubo más infortunados que se colaron por agujeros y ya no volvieron a aparecer. La calle se llenó de gatos recién llovidos que se erguían sobre sus patitas de almohada y se alejaban como si tal cosa, tan insomnes como ella, pero más silenciosos. Bueno, no del todo: se oían chirridos lejanos, como si quince mil violines tocaran fuera de la ciudad una música diferente cada uno. Eso le pareció bonito. Lo peor fue cuando vio a los muertos.
Ocurrió por vez primera dieciséis meses después de su primer insomnio. Salió de la ciudad caminando por un borde de luz, como un acróbata en la cuerda floja, y al pasar por el cementerio decidió entrar. Sobre las lápidas, que semejaban camas con sábanas de raso, había cuerpos tendidos o sentados, silenciosos como colegiales disciplinados. Pero no eran cuerpos, sino sólo sus siluetas dibujadas por la luz. Personas calladas, sombrías, con los ojos abiertos, aunque, a Dios gracias, ninguna la miraba a ella.
Comprendió que siempre habían estado allí, pero nadie los veía porque todo el mundo se quedaba dormido. Y no sólo poblaban el cementerio: iban y venían por las calles y podían colarse en las casas, o volar como papeles sueltos, o desaparecer bajo un charco de sombras.
Y una noche, al regresar a su habitación tras su habitual paseo, encontró a una mujer de pie frente a su cama. La reconoció nada más verla. Su madre no se movía, no hablaba. Dejaba caer los brazos junto al cuerpo y se quedaba así, en actitud de no estar esperando nada. Hasta las estatuas parecen tener vida cuando se las mira, pero no aquello. Adriana nunca había visto nada tan muerto, era algo más muerto que una cosa, porque una cosa podía resultar útil para un determinado fin, pero su madre no era útil para nada, no hacía, ni pensaba, ni quería, ni buscaba nada. Se quedaba, solamente. Se quedaba.
En vida, su madre había sido bonita, y a ella le gustaba mirarla. Pero ahora no se atrevió: dio un rodeo para evitar su presencia, se acostó en la cama y se acurrucó juntando sus flacas rodillas. No durmió, pero cerró los ojos; y cuando los abrió, ya era de día y su madre se había ido.
A partir de entonces, todas las noches encontraba a su madre en la habitación. Y daba igual que no saliera; incluso era peor; porque la sombrea venía temprano y allí permanecía hasta el amanecer. Desanimada, intentó hallar el lado divertido del asunto, pero ¿qué lado divertido puede tener el hecho de ver a tu madre muerta cada noche a los pies de tu cama? Aquello acabó por amargarla: perdió la ilusión y las ganas de salir a ver tormentas de gatos o intentar mover la luna en el redondel de la fuente.
Por fin, la noche en que se cumplían exactamente dos años de su primer insomnio, (Adriana tenía dieciséis), logró armarse de valor, abrió los ojos y miró a su madre.
No es aconsejable mirar fijamente el rostro de un muerto a la luz de la noche; sobre todo si se trata de alguien a quien has querido. Adriana lo hizo y murió en el acto.
Pero las cosas han mejorado para ella desde entonces: ahora sale todas las noches, va y viene por las calles, puede colarse en las casas, volar como un papel suelto o desaparecer bajo un charco de sombras. A veces cae del cielo junto los gatos o juega a la pelota con la Luna.
Sólo la entristece que su padre no pueda verla cuando ella se presenta en su habitación y se queda quieta a los pies de su cama. No obstante, el hombre ha empezado a tener insomnio. Pronto la verá.
José Carlos Somoza
Está sonando:
King of Terrors, de
Symphony X.