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A veces no lo entiende.
No sabe por qué se
obsesiona. Lo perdido está perdido, no va a volver a por ti. No hay
nada que pueda hacer para cambiar las cosas, no puede mejorarlas de
ninguna manera, no puede pintarle la cara para que parezca diferente,
y sabe que por mucho que trate explicarlo de otra manera, siempre va
a saber la verdad. La suya, sí, pero la verdad.
A veces lo echa de menos.
La alegría, la ignorancia, la sencillez del momento. Echa de menos
las sonrisas, echa de menos el tacto de unas manos imaginadas, echa
de menos un olor, un abrazo, el sabor de un refresco, el susurro del
viento en algún lugar en particular. No es que le falte alguien,
sino que le falta algo. Tuvo todo aquello, pero ya no más. Sin
embargo atesoró cada recuerdo, lo recopiló, lo catalogó y lo
mantuvo a salvo. A salvo de la frustración, la rabia y las lágrimas.
A salvo de su propio alcance y al de los demás.
Los recuerdos negativos
son los que antes se olvidan, los que antes se van. Son los buenos
los que quedan, los que sirven de referencia, los que sacan la
sonrisa. Es lo bueno de los recuerdos. Puede desempolvarlos en
cualquier momento y admirarlos, reproducirlos una y otra vez, y hacer
sonreír, soñar y viajar de nuevo.
Pero los recuerdos,
incluídos los buenos, son un arma de doble filo. También pueden
hacer daño. Pueden oscurecer el alma, esconder la sonrisa, convertir
algo bueno en algo triste. Lo malo de los recuerdos es que suben las
expectativas. Todo evento futuro será aún mejor, y cuando llegan,
decepcionan. Hay recuerdos buenos que anclan el pensamiento al pasado
y hacen ignorar el presente.
Y ella sueña con el
pasado. Sueña, y fantasea, y echa de menos, sin darse cuenta de que
se está perdiendo el presente.
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