Mal momento para escoger una película que no deberías ver.
Muy, muy mal momento.
Cuando el destino te pilla con los pantalones bajados y te apuñala, te sientes traicionado. Traicionado por la vida. No es tu culpa. No es culpa de nadie.
Pero te sientes culpable. "Debería hacer algo", piensas, "Debería haber hecho algo". Pero no lo hiciste, y ahora te carcome el alma, te devora la mente y te mata por dentro. Es un veneno. Es ácido, y corre y se diluye a través de tus venas e infecta cada célula.
Y quieres hacer algo para borrarlo. Quieres arreglarlo y no puedes. Ya está hecho. El ojo por ojo no vale. Sabes que no funcionaría. Sabes que no es lo mismo. Sabes que nadie te devolverá aquello que perdiste.
Te quedas sorda. Y ciega. Tus dedos ya no sienten, has perdido el tacto en todo tu cuerpo y tus tripas se revuelven, gritando. Tu garganta quiere gritar. Quieres dar patadas a las paredes. Quieres arañar las puertas. Quieres sacarle los ojos. Quieres reventarle la columna. Quieres que te lo devuelva.
Pero eso no se recupera. Nunca se recupera. Siempre está ahí, una herida que no cierra, una infección que nunca cura del todo. Que duele y supura cuando crees que ha cicatrizado.
¿De qué sirve contarlo? ¿Sirve? Quizá sí. Quizá no. Cuando la gente que aprecias te mira pensando que hay algo muy mal en ti, a veces piensas que es mejor contarlo. Otras veces es mejor cerrar la boca. Pero, ¿quién es la persona correcta? No lo sabes. Tienes que arriesgarte. Y enseñar la herida. A veces ofrecen una tirita. Te ponen una venda. Te cuidan, esperando que se cure. No se curará, pero al menos esperas hasta que deje de sangrar, y entonces abres bien las ventanas y te asomas, inclinándote sobre ella, como retando a la fuerza de la gravedad. A ver si puedes conmigo. Y te sientes invencible.
No lo eres. Sólo eres una pieza de porcelana remendada con pegamento de segunda.
Muy, muy mal momento.
Cuando el destino te pilla con los pantalones bajados y te apuñala, te sientes traicionado. Traicionado por la vida. No es tu culpa. No es culpa de nadie.
Pero te sientes culpable. "Debería hacer algo", piensas, "Debería haber hecho algo". Pero no lo hiciste, y ahora te carcome el alma, te devora la mente y te mata por dentro. Es un veneno. Es ácido, y corre y se diluye a través de tus venas e infecta cada célula.
Y quieres hacer algo para borrarlo. Quieres arreglarlo y no puedes. Ya está hecho. El ojo por ojo no vale. Sabes que no funcionaría. Sabes que no es lo mismo. Sabes que nadie te devolverá aquello que perdiste.
Te quedas sorda. Y ciega. Tus dedos ya no sienten, has perdido el tacto en todo tu cuerpo y tus tripas se revuelven, gritando. Tu garganta quiere gritar. Quieres dar patadas a las paredes. Quieres arañar las puertas. Quieres sacarle los ojos. Quieres reventarle la columna. Quieres que te lo devuelva.
Pero eso no se recupera. Nunca se recupera. Siempre está ahí, una herida que no cierra, una infección que nunca cura del todo. Que duele y supura cuando crees que ha cicatrizado.
¿De qué sirve contarlo? ¿Sirve? Quizá sí. Quizá no. Cuando la gente que aprecias te mira pensando que hay algo muy mal en ti, a veces piensas que es mejor contarlo. Otras veces es mejor cerrar la boca. Pero, ¿quién es la persona correcta? No lo sabes. Tienes que arriesgarte. Y enseñar la herida. A veces ofrecen una tirita. Te ponen una venda. Te cuidan, esperando que se cure. No se curará, pero al menos esperas hasta que deje de sangrar, y entonces abres bien las ventanas y te asomas, inclinándote sobre ella, como retando a la fuerza de la gravedad. A ver si puedes conmigo. Y te sientes invencible.
No lo eres. Sólo eres una pieza de porcelana remendada con pegamento de segunda.
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