lunes, octubre 26, 2009

Beatha: Secretos

Hola gente, aquí vuelvo a la carga con Beatha. ¿Lo echábais de menos? No estoy muy segura xD Pero el caso es que ha vuelto, y espero que las musas me vuelvan a visitar pronto.

Como siempre, dar las gracias a [info]maya_takameru por el beteo, que es una joya esta niña, y dedicárselo a [info]misspiruleta y [info]taconesrotos que llevan MESES esperando un nuevo capítulo. Aparición estelar de Éirinn, el personaje de [info]morwenn , que ahora tiene lj :D

Situémoslo en... primavera del 2011 :)
BEATHA: SECRETOS
Liam siempre había estado rodeado de misterio para él. Es lo que siempre le hizo tan interesante.
El día que se conocieron a Sam le atrajo su mirada sabia, como si supiera exactamente qué era lo que iba a pasar en cada momento, como si estuviese escrito en algún sitio y él lo hubiera leído. Cargaba con aquella mochila llena a reventar de la que sobresalía un catalejo de latón y se escuchaba el tintineo del cristal. En un primer momento creyó que era una niña, hasta que oyó a alguien nombrarle en la reunión de primer año. Llevaba un libro grueso y gastado bajo el brazo y le acompañaba aquella chica que, luego sabría, era fanática de la astronomía.
Empezó a caerle mal casi desde el primer momento. De hecho, era por el mismo motivo por el que Liam le llamó la atención el primer día: su forma de comportarse. Tan estirado, tan introvertido, tan poco elaborado a la hora de hablar. Si es que hablaba, porque a no ser que su amiga -más que su amiga, era su sombra- estuviera por allí o un profesor le preguntase, el muy condenado no abría la boca. No lo hacía conscientemente, pero su atención se enfocaba sólo en él cuando le oía hablar. Le intrigaba su voz, no era voz de niño. A Sam le recordaba un poco a la voz del Padrino, así como ronca, como si le doliese la garganta. Esperó un tiempo prudencial, por si era un problema de anginas o algo parecido, pero al pasar los meses y no haber cambios, lo agregó a la lista de misterios.
Otro detalle que le sacaba de quicio y habría matado por averiguar era qué era lo que decía. Sam no hablaba irlandés, tuvo que aprenderlo en el Draíochta. Y por lo visto, Liam no hablaba inglés o le importaba un pepino la gente. Le parecía maleducado. Él nunca había conocido a hablantes reales de gaélico y lo tenía por una lengua inútil y muerta. Y le veía -y oía, absorto en la musicalidad de las palabras y en su pronunciación, en la que con el tiempo distinguiría su marcado acento de Donegal y su vocabulario extraño- hablar todo el día en aquel idioma con profesores y con Éirinn, la lunática, como él la llamaba. Quería saber qué era lo que decía, qué podía ser tan interesante para hablar tanto con aquella chica y por qué. Por qué no hablaba con los demás. Por qué no hablaba con él. Él quería hablar sobre lo que él estuviera hablando, quería mantener conversaciones con alguien que sabía tanto como Liam. Pero Liam nunca le devolvía las miradas, que él le clavaba constantemente.
En las reuniones de bardos, el archidruída Buckley insistía en que se centrase en el violín y no en la flauta, como Liam quería. Se empecinaba en tocarla una y otra vez, como si quisiera matar al profesor de un ataque de nervios. Cada vez que el archidruída le sugería cambiar de instrumento Liam se aferraba a su flauta y le miraba ceñudo.
Morrison, que compartía cuarto con Liam, les comentó que nunca podían entrar al baño cuando estaba él, porque hechizaba al que asomase la nariz. No cerraba la puerta con cerrojo, sin embargo. Alguna vez lo habían espiado y le veían salir de la ducha y ponerse el albornoz corriendo, como si fueran a verle algo que no debieran. Como si fuera a tener algo diferente a ellos. Como si fuera una chica, o algo. Y a Sam cada vez se lo comía más la curiosidad por no saber lo que ocultaba. Le devoraba por dentro.
También estaban sus desapariciones y sus ausencias. De vez en cuando faltaba a alguna clase -lo que parecía de locos porque ese chico iba a clase como si le pagaran por ello- o pasaba días y días sin venir. Eso sí, volvía con todos los ejercicios hechos y los profesores le dejaban entregar los trabajos más tarde.
Nunca llegó a darse cuenta de cuán lejos iba su odio. Le odiaba por no hablar con él, por no acercarse, por no saludarle, por que su rasposa voz no se dirigiera a él. Por no quejarse cuando se acercaba con Minehane y Morrison para reírse de él o tirarle las cosas o pegarle. De no poder demostrar que había sido él cuando les caía un maleficio encima tras algún encontronazo.
Cuando llegó a la pubertad le odió aún más si era posible. Comenzó a odiar que se mordiera las uñas. Comenzó a odiar sus ojeras. Comenzó a odiar sus dedos delgados. Comenzó a odiar sus rodillas nudosas y sus piernas de palillo. Comenzó a odiar su piel blanca. La silueta de sus cejas, medio cubiertas por el flequillo. Y sus ojos marrones. Y sus pestañas. Y su nariz recta. Y la forma en que el pelo de la nuca se le rizaba levemente y parecía reírse de él porque no podía tocarlo. Comenzó a odiar el glasto con el que se pintaba espirales en el cuerpo en las fiestas de Beltaine. Comenzó a odiar el brillo de sus ojos cuando sonreía y el hoyuelo de su mejilla derecha. Comenzó a odiar la curvatura de sus labios. Comenzó a odiar a Éirinn, que pasaba cada minuto a su lado. Comenzó a odiar a Seán McCubbin, su primo, que le pellizcaba, le chinchaba o le revolvía el pelo siempre de broma.
Lo odiaba de la misma forma en que estaba, irremediablemente, colado por él. Y no podía soportarlo. Él, el séptimo hijo de una familia católica muggle, todos varones. Sus padres no aceptarían que le gustase un chico. Y detestaba a Liam por ello.
A los catorce Liam se cortó el pelo. Siempre lo había tenido por los hombros y ahora le llegaba por las orejas. Dejó de hablar con Éirinn y con su primo Seán. Dejó de hablar, en general. Iba de las clases al comedor, y del comedor a la biblioteca. Sam no perdía detalle de cada cosa que Liam hacía. Dejó de asistir a las reuniones de bardos y todo. Se lo encontraron inconsciente en uno de los pasillos de la biblioteca. Después de eso estuvo un mes fuera y nunca se supo por qué.
Y a pesar de todo lo que le hacía, todo lo que le torturaba, todo lo que le pinchaba, no conseguía un mínimo de atención hacia él. ¿Tan poco interesante era? ¿Tan vomitivo era? Pues por mucho que Liam no quisiese acordarse de él, él se encargaría de que lo hiciera. Y lo hacía. Constantemente.
Su cama olía a menta y la colcha estaba hecha a mano. Había una jarra de agua en su mesita y un soporte para viales. Fue su venganza, acostarse con Robert Foley en la cama de Liam. El pobre Robert nunca sabría que lo que le encendió fueron los ojos de Liam mirarle durante el segundo en el que entró a la habitación y se marchó tal como vino. Foley nunca llegó a darse cuenta, y Liam nunca lo mencionó.
Consiguió colarse en los archivos para buscar su expediente. Las mejores notas. Padre Fianna y madre Sanadora. Hermano mayor también Fianna, graduado con honores. Familia acomodada tirando a rica. Grueso historial de ancestros importantes. Y un aún más grueso historial médico. Aquella tarde lluviosa, escondido en un rincón, sentado en el suelo de piedra con aquella pequeña pila de pergaminos, Sam descubrió el secreto mejor guardado de Liam: su enfermedad. La inmunodeficiencia. Sus pulmones defectuosos.
Y con ello descubrió todos sus secretos: la aspereza de su voz, el cubrirse con el albornoz, las faltas de asistencia, su delgadez, sus ojeras, el tintineo de cristal en su mochila, su terquedad, su dificultad para encubrir su afección y, por tanto, su hermetismo, su cabezonería incansable a la hora de tocar la flauta.
Y, como si Liam supiera que lo había averiguado, un buen día desapareció. Completamente. Se esfumó y Sam comenzó a morirse de la preocupación. ¿Habría empeorado su salud? ¿Habría descubierto que lo sabía y por eso se había marchado? La que más le atormentaba era "¿Se habrá muerto?".
No lo averiguó hasta casi dos años después. Asistió al ritual de Beltaine en Donegal sólo por tratar de encontrarle, a él o a algún miembro de su familia. Estaba dispuesto a interrogarles. Y entonces le vio. A Liam. Con el glasto decorando su piel y su kilt verde y azul y sus botas de cuero suave. Con los brazaletes en los brazos y el torque rodeándole el cuello. Con el cabello trenzado. Y cuando le hubo analizado de arriba abajo no pudo sino percatarse de que iba de la mano de alguien. Un rubio alto, que tenía más pinta de turista que de otra cosa, iba cogido de su mano. De la mano que a él le hubiera gustado coger. Y decidió que a él le odiaría también.
Chocarse con ellos por error fue inevitablemente irresistible. Fue su forma de decir "Sigo aquí". "Estoy aquí, pedazo de gilipollas, ¿es que no te das cuenta? Siempre he estado aquí". Sin embargo a Liam pareció darle bastante igual. Ni le dedicó una mirada de desprecio. ¿Es que ya no se merecía ni eso?
Esa fue la última vez que lo vio antes de la universidad. Y para cuando lo volvió a ver habría deseado no haberlo visto nunca más. Le dolió en el alma ver en lo que se había convertido, un fantasma de lo que alguna vez fue. Estaba mucho más muerto por dentro de lo que había estado aquella vez a los catorce. Fue cuando decidió que la rabia y el menosprecio serían mejor que ese vacío que había en su mirada y trazó un plan. Ese plan devolvió la vida a sus ojos con el transcurso de los meses. La voz de Liam volvió a sonar, ronca y grave. Le vio llorar en Beltaine hasta dormirse. Comenzó a compartir sus pensamientos con él, a aceptar su compañía, a conversar durante horas. Y el día que le vio reír, ese día Sam lloró.
Liam siempre había estado rodeado de misterio, sí, pero ahora Sam era el guardián de sus secretos. Y el de los suyos propios, que nunca daría a conocer.

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